José Seguí Pérez. Arquitecto

Cuando visitamos una ciudad, lo primero que percibimos de ella es su realidad física y la actividad urbana que se genera a través de las relaciones que se producen entre sus habitantes. Esta primera visión de la “escala urbana” de la ciudad, está principalmente apoyada en la percepción paisajística y sensorial que son capaces de provocar sus “vacíos” o espacios públicos (como generadores de dichas actividades y relaciones), y no sólo exclusivamente los “llenos” o arquitecturas que los conforman. Y de la misma manera podríamos decir en la “escala territorial”, que requiere instrumentos de intervención bien diferenciados a los de la escala urbana para entender que el dominio de la naturaleza requiere ser también “proyectado” para su percepción paisajística, evitando su abandono como espacio “no ordenado”.

Esa simbiosis permanente entre “llenos y vacíos”, que definen no sólo la “forma” sino también la “vida” de la ciudad, no es otra cosa que la inseparable relación existente entre la concepción arquitectónica y urbanística, desde cuya acción conjunta y permanente se va estableciendo el “escenario” sobre el que se desarrolla la vida de sus habitantes. Pensamos que es precisamente este aspecto en el que se basa la comprensión urbana de la ciudad, como una “realidad mágica” en dónde nos deleitamos y disfrutamos de las emociones que precisamente nos producen las acciones que se desarrollan en los “vacíos” urbanos, debido a la potente convivencia social que estos provocan dentro del entramado del tejido de la ciudad. Un tejido que nunca será homogéneo y continuo, porque la complejidad de sus relaciones y usos no pueden tampoco serlo, sino fragmentario en sus diferentes partes que se entrelazan por una estructura que los une e hilvana de manera similar al de las piezas textiles de un “edredón”.

Podríamos observar como los elementos “móviles” de la ciudad, constituidos por las personas y sus actividades, adquiera un papel primordial en ese “escenario” que formaliza las partes “fijas” de sus espacios urbanos y arquitecturas que conforman conjuntamente la “escena” en donde se desarrolla la “vida” de la ciudad y su representación urbana. Y es que la ciudad no se ha generado exclusivamente por una suma de edificios, sino principalmente por el conjunto de las acciones y actividades que se producen en los espacios públicos que ellos generan y estructuran, y que es precisamente en donde se producen  y hacen posibles la interconexión de las complejas relaciones entre sus habitantes que actúan en esa “escena”. Y si estos espacios aciertan en conectar y entrelazar a sus usuarios, la ciudad se convierte en este “acto mágico” de emociones y convivencias de “consenso colectivo” que fue siempre, y lo seguirá siendo en un futuro, el principal objetivo de la “razón y ser” de su existencia.

Quizás el olvido de estos valores colectivos de la realidad urbana de la ciudad, nos haya llevado actualmente a una difícil encrucijada en donde ni la acción del urbanismo, con toda su “Torre de Babel” de confusas y estériles normativas incapaces de conectar con la realidad de la ciudad y la demanda de sus usuarios, ni la acción de la arquitectura que de manera aislada actúa al margen del que es su inseparable soporte urbano y territorial, logran completar la necesaria “escena” que necesita la convivencia colectiva de la ciudad y su principal objetivo de hilvanar su tejido sobre el que se apoya y desarrollan todas sus vivencias y actividades. En medio de todo ello, el usuario de la ciudad muchas veces no parece percibir, ni entender, ese “escenario” como el adecuado para dicha convivencia, buscando desesperadamente como único refugio las zonas históricas y sus reproducciones manieristas que con cierta torpeza se les ofrece. Esta contradictoria y confusa situación nos llevaría a tener que admitir que lo que llamamos “ciudad” no es solamente su percepción material de lo que vemos “construido”, sino que su mayor y principal atractivo estaría en la activa movilidad de sus “actores” que precisamente se produce en sus vacíos y que le dan el contenido y argumento para sentir y entender la “urbanidad” como una concepción más dinámica y cercana a su capacidad de simbolización a lo que su propia “fantasía” reinterpreta en su ansia liberadora de usar, comprender y vivir el escenario que le proporciona dichos espacios, que en definitiva se convierten en los principales valores de la justificación de la existencia de este excepcional espacio colectivo que es la “ciudad” en todas sus escalas tanto urbanas como territoriales.

Esta falta o capacidad de los usuarios de la ciudad en comprender la identidad de “sus” espacios, nos lleva a una difícil situación por la generación casi espontánea y no ordenada de los “no lugares” en que se ha convertido nuestras nuevas periferias urbanas, que son incapaces de ofrecer una adecuada “escena” en donde identificarse con el importante e imprescindible papel que deben aportar como espacios comprensibles al usuario de la ciudad, siendo las grandes plataformas de aparcamientos de los centros comerciales o los espacios intersticiales periféricos los que de manera improvisada se asumen como únicas alternativas de espacios colectivos. De ello, la necesidad de reencontrar esas lecturas colectivas que buscan los ciudadanos, a lo que imaginan en su propia fantasía  liberadora de usar y vivir la ciudad, nos obliga a definir los nuevos espacios no solo desde las buenas herencias del pasado sino también integrando las condiciones que exige la modernidad actual de la ciudad, tanto en sus escalas urbanas como en las nuevas escalas territoriales que han generado las grandes infraestructuras al provocar un nuevo modelo de sistemas de “geociudades” que requieren también diferentes escalas e instrumentos de acción urbanística y arquitectónica para reconocerlas como tales. Y quizás aquí radique el mayor fracaso de la actual concepción profesional de la ciudad, al haberse separado las reflexiones teóricas y prácticas de las “escalas” de la arquitectura y el planeamiento envueltas actualmente en una complicada y confusa crisis de identidad que provoca la falta de entendimiento con su usuario, intentando cada una por separado solucionar sus propias intervenciones desde su excesiva egolatría a través de una maraña de confusas e ineficaces normativas abstractas de planificación, o también de una producción arquitectónica perdida en la creación de modelos arquitectónicos grandilocuentes que complican más aun la realidad de la escena de la ciudad. Volver la vista atrás, para reencontrar el “hilo conductor” esencial en la “razón y ser” de esa magia de los nuevos “lugares” que hacen posible la ciudad, como la mayor creación del ser humano en donde desarrolla sus emociones de vivir y relacionarse, sería de alguna manera reinventar su valor y concepción histórica que justificó su creación y su permanencia futura.

Es por ello, que esta situación de confusión nos obliga a insistir en que las acciones de “proyectar” el paisaje no se puede quedar exclusivamente reducida al simple acto de la “inspiración” o el cumplimiento abstracto “legislativo” de las normas, sino más bien en encontrar las claves de su “construcción” desde el conocimiento y la interpretación de la naturaleza del mismo. Y en este sentido, entendemos que el paisaje como referencia visual es “mutable” en el tiempo, tanto en la transformación de su medio físico natural a través del continuo “movimiento” de sus ríos, escorrentías, dunas, masas vegetales…, o en la permanente acción humana tanto en el “medio rural” a través de las históricas implantaciones agrícolas, como en la “ciudad” por medio de las intervenciones urbanísticas y arquitectónicas que le han dado sus formas. Cada visión de estas diversas “capas” o escalas que nos ofrece la percepción del paisaje, es un “descubrimiento” y al mismo tiempo una “revisión” del mismo, ya que nunca se llega a culminar esa búsqueda del resultado final (al contrario de cómo ocurre en el proyecto arquitectónico), produciéndose dinámicas “lecturas” que provocan inmediatamente las necesarias “revisiones” de su continua “mutación” territorial.

Es precisamente desde esta “escala territorial” donde se están produciendo actualmente las mayores “mutaciones” en ese paisaje de transición dual “campo-ciudad”, en dónde desaparece inevitablemente el dominio de lo rural como lo “no proyectado” dejando para lo urbano como dominio “proyectado”. Ambos dominios no escapan de la necesidad de ser “proyectados” entendiendo sus escalas y características diferenciadoras, convirtiéndose la “escala territorial” en el gran reto del “proyecto”, cuando ya el importante desarrollo económico de las grandes infraestructuras de las ciudades han provocado profundas transformaciones en la planificación regional. Todo ello está generando un renovado y obligado interés hacia el entendimiento territorial de los nuevos modos de utilización del espacio productivo y la superación de este soporte territorial, de sus elementos estructurales de redes de infraestructuras viarias y de comunicación, de los vacíos y llenos edificados y de los códigos formales de las parcelaciones y vegetaciones rurales, constituyendo de alguna manera la visión más proyectual del “paisaje territorial” de la ciudad y en donde se deberán integrar las diferentes escalas de intervención en la transformación de las relaciones entre sus formas urbanas y territoriales.

Todos estos planteamientos ya los exponíamos en los años noventa a través de la Revista “Geometría” (en su número 20 del 2º Semestre de 1995 y número 21 del 1º Semestre de 1996) cuyas publicaciones realizadas desde el “Programa Máster de Arquitectura del Paisaje” bajo la dirección de la Arquitecta Rosa Barba y colaboradores como Jordi Bellmunt, Jordi Sardá, María Gaula, Jaume Carbonero, Joan Llort… y otros profesionales de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, planteábamos una nueva manera de entender lo que denominamos el “proyecto del paisaje”. Y con anterioridad a esas fechas, ya habíamos ensayado en nuestro Estudio trabajos como el Plan Especial de la Alhambra, en donde percibíamos como los “vacíos” (o silencios) adquirían el auténtico valor paisajístico que generaban los “llenos” de las arquitecturas palaciegas; y también el Plan General de Ronda con sus fachadas urbanas volcándose al cauce del tajo que uniéndose a través del Puente y su mágica posición geométrica con la Plaza de Toros generan uno de los paisajes más espectaculares entre la la escala urbana de la ciudad y la escala territorial de los vacíos de su hoya o Llano del Tajo que le sirve como fondo de telón paisajístico; el Plan General de Córdoba con su Río Guadalquivir que estructura el paisaje de la ciudad con sus bordes de transición “llenos-vacíos” integrados en una espléndida visión paisajística de identificación global de la ciudad; o el Plan General de Antequera, en donde la Peña de los “Enamorados” (para los jóvenes), del “Indio” (para los niños), o del “Yacente” (para  los mayores), es la referencia paisajística que adquiere en la “fantasía colectiva” de cómo entender este importante elemento referencial de la ciudad, llegando incluso no solo a definir la situación de sus dólmenes por el efecto “mágico y sagrado” de la salida del sol en el solsticio de verano, sino también el desarrollo de la ciudad a cuyo elemento geográfico  supedita todas sus referencias paisajísticas y de desarrollo de la ciudad… En estos casos, y muchos otros, es donde resulta eficaz y coherente la intervención proyectual del “Paisaje” para solucionar los problemas de su “escala intermedia” de la ciudad y las soluciones de integración con su escala territorial.

Pero quizás sea nuestro último trabajo ganador del Concurso de la Ordenación del Cauce del Río Guadalmedina en Málaga, en dónde con mayor nitidez se ensayan todas las experiencias anteriormente expuestas, por tratarse de una importante pieza de gran valor paisajístico en su relación tan directa con la ciudad y cuyo objetivo de integración de su escala territorial con la escala urbana de la ciudad nos permitía demostrar la capacidad del “proyecto” para ordenar una pieza de estas características, en dónde los “vacíos” adquieren un auténtico valor en la formalización del proyecto y su posterior percepción visual en el paisaje global de la ciudad. En esta propuesta pretendíamos poner en “carga” la capacidad del “proyecto del paisaje” en esta escala intermedia de la ciudad y su Río, en donde la existencia y reconocimiento como tal del importante elemento geográfico del Río se integraba paisajísticamente en la “urbanidad” de la ciudad. Y es precisamente, la aplicación de metodologías e instrumentos bien diferenciados a los empleados en la ordenación de “lo urbano”, lo que supuso un reencuentro con la importante necesidad de entender que también los “vacíos”  requerían ser “ordenados”, si bien con intenciones e instrumentos diferenciados, para “descubrir” el paisaje de esa “otra” ciudad que no puede basarse en los parámetros de los “llenos” edificados en que se conforma “lo urbano”, sino en otros instrumentos e intervenciones que tienen más relación con las percepciones visuales del paisaje que conforman los “vacíos” de lo “no urbanizado” y que merecen también la consideración de “ciudad”, con todas sus bondades relacionales de los “actores” o ciudadanos que “descubrirán” en estas intervenciones los espacios de convivencia colectiva que necesitan para potenciar su “actuación” dentro del “escenario”, complejo pero global, en que se nos presenta esta realidad “mágica y sugerente” que es la Ciudad.

José Seguí Pérez.

Arquitecto

1. La actividad urbana que generan los “vacíos” o espacios públicos como importante aspecto de la percepción visual de la ciudad. (Plaza Principal de Cudillero, Asturias).

2. La convivencia urbana que provocan los espacios colectivos. (Plaza del Museo Pompidou en París).

3. La interconexión colectiva en la “escena” del espacio público. (Zoco de Rabat).

4. Plano General de Ordenación del Plan Especial de la Alhambra (1987), destacando los “vacíos” que generan los “llenos” de la arquitectura palaciega.

5. Propuesta del Plan General de Ronda (1996) integrando la fachada urbana con el espacio rural del valle De la Hoya del Tajo.

6. Imagen del Plan General de Córdoba (1998), con el río Guadalquivir como elemento vertebrador del paisaje de la ciudad y sus espacios colindantes.

7. Imagen del Plan General de Antequera (2005), con la “Peña de los Enamorados” como elemento paisajístico dominante de la ciudad.

8. Imagen de la Propuesta de Ordenación del Río Guadalmedina (2012), integrándose en los bordes urbanos de la Ciudad de Málaga.